Sin ella no habría Copa del Mundo, eso está claro. Es más, sin ella, ni el mismísimo fútbol habría llegado a ser lo que es hoy. Alfredo Di Stefano, una de las glorias eternas del balompié mundial, le hizo una escultura en el jardín de su casa en Madrid, con la frase: «Gracias, vieja».
Pues bueno, el primer Mundial de la historia no podría tener otra invitada especial. Sin embargo, la elección de la pelota oficial de Uruguay 30 fue una de las grandes polémicas que tuvo el certamen.
Aunque una semana antes del puntapié inicial se anunció que se utilizarían balones de fabricación argentina, el ministro de Industrias uruguayo intervino para que emplearan las pelotas sin tiento fabricadas en su país.
Al final, el Comité Ejecutivo de FIFA dispuso que antes del arranque de cada juego se llevaran los dos tipos balones y que fueran los capitanes de las selecciones y los árbitros quienes decidieran cuál utilizar.
Y la decisión fue casi unánime: sólo en los partidos que disputó La Celeste se usaron las pelotas uruguayas.
La final del torneo planteó una polémica adicional. Con Argentina y Uruguay en la disputa por el título, ambos capitanes acudieron al sorteo inicial con la clara intención de imponer que el partido se disputase con el balón de su país.
La disputa se zanjó cuando el árbitro belga Jean Langenus (que además era reportero para la revista alemana Kicker), arrojó una moneda al aire y el destino quiso que el primer tiempo se jugase con la pelota argentina y el segundo, con la uruguaya.
Curiosamente, en la primera etapa La Albiceleste acabó arriba 2-1, y en la segunda, los anfitriones ganaron 3-1, para coronarse como el primer campeón mundial… en su casa y con su balón.